Se han detectado inconsistencias, entre el desarrollo de una civilización grupal, bajo un sistema organizativo aceptado por la “mayoría” y la insertación voluntaria de cada uno de sus miembros a las reglas del juego.
Todos aceptan que es importante que todo grupo viva bajo una conformación social, que permita una convivencia pacífica. Ello resulta, aceptable en poblaciones pequeñas, donde es posible que cada uno exprese su idea, sobre la forma más o menos, idóneas, para implementar las reglas que los regirá, y aún así, siempre sería un caos, obtener una mayoría total.
Pero, en grandes países, donde se ha adoptado, el sistema representativo, en el que un solo individuo, tiene sobre sus hombros, la voz de millones, es realmente, una idea absolutamente desfasada de la realidad en que vivimos hoy en día.
Los congresos, asambleas o entidad estatal, que reúnen a pocos, pero que representan a muchos, se han convertido en una solución anacrónica, con el aumento de la población. La política como se conoce hoy en día, no obedece muchas veces al espíritu de la población, sino a los intereses de un pequeño grupo, a quienes favorecen las reglas que se adoptan en su seno. Y, pocas veces, por el bien común. Esa es la constante, en todos los países, en que sus habitantes dependen de una o pocas personas. Aquí no es relevante, la ideología, o la teoría, que se abrigue en el sistema social, sino la finalidad y resultado de la delegación de la voluntad colectiva, a unos cuantos.
¿El pueblo sabe lo que quiere? Esta es una pregunta que los políticos, al igual que los padres de familia, dicen responder a diario cuando administran la cosa pública, bajo la teoría del bien común. Sin embargo, lo que debería preguntarse es si, cada habitante que conforma el Estado, piensa de la misma forma, que su vecino. Muchos políticos, para defender un planteamiento ante la cámara de representantes, recurren a los medios de comunicación, o a las famosas encuestas, que a lo sumo no llegan a cubrir una gran porción del territorio, incluyendo poblaciones alejadas.
Lo que uno piensa, que está bien, no será considerado igual por otro, a quien afecta el tema. Y ello es así, en un mundo, que cada vez más, ha mezclado culturas, ideas y deseos, que ya ni siquiera son autóctonos o propios de cada país, donde inmigrantes llegan a formar parte de su nación. Así, que cada vez, que se pretende formular una estrategia, o un plan nacional, para enfrentar una crisis, o atender una situación de suma urgencia, a corto o largo, plazo, todos tienen una opinión, que finalmente, en un reducido grupo de personas, se toma la última palabra.
Un Estado, se conforma para que cada uno de sus habitantes, se sienta feliz de vivir en él, pues, bajo un acuerdo inicial, todos decidieron asentar sus hogares en una porción de tierra, que al ir creciendo sus residentes, por el derecho de cada uno a expresar sus opiniones, se hizo difícil, reunirlos a todos, naciendo la propuesta de la representación delegada, pero consentida. Ésta última parte, fue olvidada.
Un representante debe consultar, antes de proponer o votar pues al final, lo que surja del pequeño grupo, afectara las vidas de toda la población, por ejemplo, los impuestos y el seguro social. No es, entonces, que el representante, se sienta en su oficina, cierra los ojos, y en meditación profunda, absorbe el sentimiento de quienes lo eligieron, sino que su función es, además de estudiar la propuesta, comunicarse con sus votantes, y explicar la situación, para recoger sus impresiones, y lograr una mayor hegemonía con que deliberar con el resto de representantes.
Esto se ha estado perdiendo, bajo la premisa, primero en la cantidad de trabajo, que dificulta, la correspondiente consulta, y segundo, en la capacidad e idoneidad del representante, en realizar su tarea sin necesidad de elevar la consulta a sus votantes. Lo cierto, es que, de ese pequeño grupo de representantes, surgen despiadadas normas, con las que una inmensa población debe someterse a respetar, sin haber sido tomados en cuenta.
Se habla de que el poder del ciudadano, reside en votar por sus representantes, al finalizar cada periodo, pero ello no soluciona, los errores u horrores cometidos durante ese término de tiempo. Es así, que llega el momento en que cada habitante, debe esperar hasta ese instante para ejercer su verdadero poder a cambiar la situación, lo cual muchas veces nunca se logra modificar, por la eterna sucesión de los simpatizantes de un partido, o por la indiferencia de la población descontenta por la forma de hacer política. Es así, que a pesar de lo que se diga, o se manifiesta, realmente, jamás las normas son la manifestación de la población en general.
Si se desea una verdadera participación popular, se debe implementar los mecanismos, para que cada habitante pueda expresarse en forma directa, y que la mayoría sea quienes en realidad proporcionen los instrumentos legales para regir sus vidas. Los Estados, no requieren de muchas leyes, para funcionar, sino de habitantes felices para llegar a desarrollarse como nación. El representante, es simplemente una vasija, dentro de la cual está contenida la voluntad de muchas almas, que le dan vida a su existencia, sin ellas, el representante no existe.
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